La cárcel del crepúsculo (VII)
El abrasador calor del sol le devolvió a la conciencia. Sudores, nauseas, dolor de cabeza y un sabor metálico en el paladar. La simple idea de tratar de ponerse en pie le pareció una locura, así que optó por un paso intermedio entre el suelo y la verticalidad. Arrodillado en el duro suelo de hormigón, sacudió la cabeza. La pasarela tembló al paso de un tren. ¿Como demonios había llegado allí? Se levantó despacio. Recordaba lejanamente ir en un tren de cercanías, sentado, contemplando ensimismado el paisaje que se abría tras las ventanillas.
Decidió continuar hurgando en sus recuerdos difusos en un lugar resguardado del maldito sol. Comenzó a caminar lentamente, muy lentamente, como si su cuerpo fuera de cristal y pudiera romperse en mil pedazos con el más leve movimiento.
Comenzó a sentir algo muy extraño. Alguien pensaba por él. Bajó la rampa de la pasarela y se internó en un polígono industrial cercano a las vías. Almacenes, naves, edificios de oficinas. Nada tenía de especial: en el extrarradio se ocultaban decenas de lugares como ese. Pero algo, escondido, le atraía como un imán. Cual coche teledirigido, fue culebreando por esas calles solitarias y polvorientas hasta llegar al pie de aquel edificio, de aquella fachada cubierta por andamios.
No, no iba a trepar por aquella estructura metálica. Desde pequeño temía a las alturas, un miedo brutal que le impedía siquiera subirse a una silla...
Pero de nuevo le asaltó la sensación de que alguien pensaba por él, que le indicaba como trepar por aquella maraña de tubos y estrechas planchas metálicas. Y a la vez le tranquilizaba, impidiendo que el terror se apoderara de él, que el vacío copara todos sus pensamientos, ese vacío que se abría bajo sus pasos y que no dejaba de llamarle con un suave arrullo, el arrullo del viento acariciando el andamio, mensaje de altura, de caída y de final.
Desde ese momento mis recuerdos se volvían brumosos. Apenas recordaba como Inés aunque entonces yo no sabía nada de ella, ni siquiera su nombre- se encaramó a mi espalda, con sus brazos en torno a mi cuello, sus cabellos rubios rozándome las mejillas. Comencé a correr todo lo que podía, pero pronto me di cuenda de que no sabía por donde ir. Eso me aterró terriblemente, pues escuchaba a mi espalda los ladridos de los perros, los pasos acelerados, los gritos... Entonces ella comenzó a indicarme el camino. En la primera ocasión no despegó los labios. Como si de un pensamiento más se tratara escuché su voz en mi mente. Pero se dio cuenta de que aquello me desagradaba profundamente. En el siguiente recodo me susurro dulcemente al oído que hacer, hacia donde ir...
No pesaba nada. Apenas me había dado tiempo a fijarme en ella, pero me asombró la palidez de su rostro y su enfermiza delgadez. ¿Quién podía haberle hecho eso a una criatura tan dulce como aquella?...
Mucho tiempo después, en medio de ninguna parte, un camino de tierra en un lugar sin nombre, contemplaba amanecer con su hermana Rosa dormitando en el asiento trasero del Kadett robado. Pensaba en Inés, en cuanto la echaba de menos...
Decidió continuar hurgando en sus recuerdos difusos en un lugar resguardado del maldito sol. Comenzó a caminar lentamente, muy lentamente, como si su cuerpo fuera de cristal y pudiera romperse en mil pedazos con el más leve movimiento.
Comenzó a sentir algo muy extraño. Alguien pensaba por él. Bajó la rampa de la pasarela y se internó en un polígono industrial cercano a las vías. Almacenes, naves, edificios de oficinas. Nada tenía de especial: en el extrarradio se ocultaban decenas de lugares como ese. Pero algo, escondido, le atraía como un imán. Cual coche teledirigido, fue culebreando por esas calles solitarias y polvorientas hasta llegar al pie de aquel edificio, de aquella fachada cubierta por andamios.
No, no iba a trepar por aquella estructura metálica. Desde pequeño temía a las alturas, un miedo brutal que le impedía siquiera subirse a una silla...
Pero de nuevo le asaltó la sensación de que alguien pensaba por él, que le indicaba como trepar por aquella maraña de tubos y estrechas planchas metálicas. Y a la vez le tranquilizaba, impidiendo que el terror se apoderara de él, que el vacío copara todos sus pensamientos, ese vacío que se abría bajo sus pasos y que no dejaba de llamarle con un suave arrullo, el arrullo del viento acariciando el andamio, mensaje de altura, de caída y de final.
Desde ese momento mis recuerdos se volvían brumosos. Apenas recordaba como Inés aunque entonces yo no sabía nada de ella, ni siquiera su nombre- se encaramó a mi espalda, con sus brazos en torno a mi cuello, sus cabellos rubios rozándome las mejillas. Comencé a correr todo lo que podía, pero pronto me di cuenda de que no sabía por donde ir. Eso me aterró terriblemente, pues escuchaba a mi espalda los ladridos de los perros, los pasos acelerados, los gritos... Entonces ella comenzó a indicarme el camino. En la primera ocasión no despegó los labios. Como si de un pensamiento más se tratara escuché su voz en mi mente. Pero se dio cuenta de que aquello me desagradaba profundamente. En el siguiente recodo me susurro dulcemente al oído que hacer, hacia donde ir...
No pesaba nada. Apenas me había dado tiempo a fijarme en ella, pero me asombró la palidez de su rostro y su enfermiza delgadez. ¿Quién podía haberle hecho eso a una criatura tan dulce como aquella?...
Mucho tiempo después, en medio de ninguna parte, un camino de tierra en un lugar sin nombre, contemplaba amanecer con su hermana Rosa dormitando en el asiento trasero del Kadett robado. Pensaba en Inés, en cuanto la echaba de menos...
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